Hace poco leía una noticia de hace varios años que me sorprendió. Tenía que ver
con un concepto que no había escuchado jamás, el de la piedad filial, o, según
ciertos preceptos del confucionismo, el respeto y apoyo mutuoque debe
profesarse entre dos individuos de distinto rango jerárquico.
En este caso, el rango jerárquico no
era otro que la relación padre-hijo. Y el problema, la falta de piedad filial.
Al parecer, el estado de abandono de muchos ancianos había obligado al gobierno
Chino a tomar medidas. La supuesta solución llegó en forma de ley que obliga a
los hijos de padres mayores de sesenta años a encargarse de su bienestar,
visitándolos de forma regular, so pena de multas e, incluso, cárcel.
Confieso que en un principio no entendí
muy bien la noticia y lo aparentemente desmesurado de la medida. Un poco de
investigación me sirvió para comprender hoy en día que China se enfrenta a un
verdadero problema: la contraposición de la concepción ancestral de familia
como núcleo perfectamente unido de la sociedad y los nuevos estilos de vida (en
especial en las ciudades).
La importancia de la familia en China
viene de antiguo. Su sociedad, ligada estrechamente a las enseñanzas del
confucianismo, se estructuraba de forma muy jerárquica, según cinco relaciones
básicas: entre gobernantes y gobernados, entre padres e hijos, entre maridos y
mujeres, entre hermano mayor y hermano menor, y entre amigo y amigo. En
este canon confuciano, las relaciones familiares cobran una relevancia que sólo
supera la de el Estado. Dado que tanto el entorno familiar como el social y de
gobierno compartían una jerarquía muy similar, se llegó a interiorizar la idea
del estado como una gran familia para todos los ciudadanos. Eso ayudó a
afianzar la institución familiar como la base de la sociedad china.
El sistema de parentesco de la familia
tradicional china era patrilineal, lo que quiere decir que el protagonismo
recaía en los descendientes varones y del lado paterno. La familia materna era
considerada algo externo, y las relaciones con sus integrantes, distante. Cada
persona dentro de la familia ocupaba un rango específico, siendo el más alto el
del cabeza de familia o el hombre de mayor edad, quien se encargaba de la
administración de la unidad familiar, entre otras cosas. Las esposas solían
trasladarse al hogar de sus maridos, quedando bajo la tutela de sus suegras.
Este sistema se mantuvo casi intacto hasta
mediados del siglo XX. En 1950, la ley de Matrimonio declaraba la igualdad de
derechos sin distinción de sexo, no reconocía a un “jefe de familia” y prohibía
los matrimonios arreglados, la interferencia en el matrimonio de las viudas, el
compromiso de los niños y el pago de dote. Se hacía obligatoria la monogamia y
se permitía el divorcio en igualdad de condiciones.
Con esto se buscaba una renovación de
los viejos valores relacionados con la familia, que resultaban inaceptables en
un nuevo marco político y económico. La transición de este sistema patriarcal y
jerárquico, opresor con las mujeres y los jóvenes, resultó lenta y difícil, en
particular en las áreas rurales.
Esta adaptación progresiva no mejoró
con la adopción, en 1979, del sistema de responsabilidad familiar. Según esto,
cada familia recibiría un lote de tierra para su cultivo, lo que convertía el
trabajo familiar en la base de la economía doméstica. Esto supuso una necesidad
acuciante de hijos varones que trabajaran la tierra y dieran sustento a sus
padres al alcanzar la vejez. Al mismo tiempo, el Estado adoptaba la famosa
política del hijo único, con el objetivo de controlar la población. El
resultado de estas dos políticas unidas fue un empeoramiento considerable de
las condiciones de las mujeres (consideradas una carga al ser una boca más que
alimentar que, más tarde, abandonaría el hogar para formar parte de la familia
de su marido). Ello se tradujo en un aumento del infanticidio y abandono de
niñas en las zonas rurales.
La nueva ley de Matrimonio de 1980
trató de consolidar los principios establecidos en 1950 y añadió dos nuevas
formas de control poblacional: el incremento de la edad mínima para contraer
matrimonio (20 a 22 en los varones, 18 a 20 en las mujeres) y la adopción de
nuevas disposiciones sobre la responsabilidad de la pareja en la planificación
familiar.
Los años noventa sirvieron para revisar
la antigua ley de Matrimonio. El enorme impacto que tuvieron las políticas de
control poblacional en las familias (y sobre todo en las mujeres) obligaron al
gobierno a dar marcha atrás y permitir a las parejas tener otro hijo si el
primogénito era de sexo femenino.
Finalmente, en 2002 se promulga la ley
de Población y Planificación Familiar, donde simplemente se recomienda (y no se
exige) tener un solo hijo, se deja patente el impacto negativo que las
políticas han tenido sobre las mujeres y trata de mejorarse su situación
mediante la educación y las nuevas oportunidades de trabajo. Se prohíbe el
maltrato a las mujeres que dan a luz a niñas o que son infértiles y el examen
prenatal para determinar el sexo es prohibido.
Las consecuencias de todas estas
medidas son evidentes hoy en día. El 98,6% de las parejas en China sólo tienen
un hijo, lo que conduce a un envejecimiento cada vez más acelerado de la
población. Este envejecimiento, unido a la incorporación de la mujer al mundo
laboral y a las dificultades económicas, ha provocado que un gran número de
ancianos queden desamparados.
Y de ahí la noticia que comentaba al
principio.
Alba M.
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