Reino
Unido en el siglo XIX, Japón en los años setenta, Estados Unidos en la
actualidad. Todos ellos fueron o son superpotencias en algún momento, pero no
únicamente en el aspecto económico. Y es que, hasta hace poco, estar a la
cabeza de la economía mundial convertía a un país en un referente cultural de
forma casi automática. El mejor ejemplo para ilustrar esto es la hegemonía de
Estados Unidos, que durante las últimas décadas ha reinado en los hogares
europeos y de todo el mundo. Desde la alimentación hasta formas de ocio como el
cine o la literatura, gracias al enorme control norteamericano sobre la
economía mundial,nos vemos mucho más influidos por la cultura de dicho país de
lo que a priori podríamos imaginar.
No
obstante, parece que esta tendencia podría cambiar en los próximos años. En
2014, China se convertía en la primera potencia económica mundial, sobrepasando a
Estados Unidos en lo que ya comienza a parecer una carrera de fondo por el
control de los mercados. Pero eso es todo. La tradición y la cultura chinas
resultan todavía herméticas, reacias a extenderse por Occidente del mismo modo
que lo hizo Japón (con el manga, por ejemplo) hace sólo unas décadas.
Si
bien la cultura asiática despierta fascinación en Occidente, la mayoría de
artistas, músicos y cineastas chinos resultan desconocidos fuera de su país
natal. Algunos, como el ganador del Nobel de Literatura, Mo Yan, atraen de
cuando en cuando la atención en Europa o América, pero no con el mismo impacto
con el que lo hacen otros artistas y productos de ocio provenientes de Corea
del Sur y Japón.
Uno
de los obstáculos más evidentes a los que se enfrenta China a la hora de
conquistar Occidente es el de la censura, pero no es el único. Para muchos
artistas, el próspero mercado interno chino (que crece a un ritmo de un 7,5%)
supone el medio perfecto para invertir sin riesgos, ya que éste ni siquiera es
capaz de abastecerse a sí mismo.
Otro
factor interesante es el hecho de que la identidad China de las últimas décadas
se asiente sobre el nacionalismo, considerándose a sí misma una nación poseedora
de una cultura única que no está muy dispuesta a compartir. Por otro lado, el
pragmatismo (otro firme pilar sobre el que se sostiene el ideario chino)
provoca que se priorice el desarrollo económico, lo que tiende a perjudicar sectores
como el del arte. Esto se ve reflejado en las producciones cinematográficas,
que narran historias locales de escaso atractivo fuera del país. Además, son
empresas estatales dirigidas por burócratas las que se encargan gran parte de
la producción cultural orientada al extranjero. Estas empresas, más preocupadas
por complacer a los líderes políticos que a la audiencia Occidental, hacen un
flaco favor a la universalización de la cultura China.
Todo
esto no quiere decir que el país vaya a
permanecer cerrado a los extranjeros permanentemente. Aunque es cierto que el
peso de la cultura anglófona es muy poderoso, habrá que esperar unos años para
ver si China es capaz de abrirse al mundo y ofrecer alternativas de ocio o
literatura al mercado global.
Alba M.
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